Sobre el ensayo Sueños de ácido. Historia social del LSD: la CIA, los 60 y más allá, de Martin A. Lee y Bruce Shlain
Larga y ajetreada –también combativa, desconcertante y jocosa– está siendo la difusión del ácido lisérgico, aunque filósofos tan dignos del mayor crédito afirmen que el LSD constituye una poderosa herramienta para cartografiar la mente. Uno de ellos, Juan Arnau, insiste además ahora mismo en que el uso controlado de esas sustancias psicoactivas confirma su eficacia en terapias asociadas con enfermedades terminales, trastornos de ansiedad, depresión, angustia psicosocial, adicciones y estrés postraumático.
Y estoy glosando en parte un lúcido trabajo suyo reciente publicado en el diario El País del pasado 8 de marzo, que muy bien sirve como anticipación al excepcional ensayo titulado Sueños de ácido, objeto de este comentario. En ocasiones también completa ciertos aspectos filosóficos que apuntan hacia la “disolución del ego, superación de las limitaciones del espacio y el tiempo: sensación de que el tiempo se ralentiza o se detiene, y proporciona la impresión de pertenencia a una conciencia cósmica y la experiencia, jubilosa y abrumadora, de unicidad con la totalidad del universo”. En definitiva, unas vivencias de las que, en mayor o menor grado, participamos quienes hemos tomado ácido lisérgico o algunas de las demás sustancias psicoactivas que potencian esos estados. Y ello a pesar de los obstáculos, persecuciones y condenas carcelarias que supone “viajar” a partir de su prohibición allá a fines de la década de 1960.
Parece, por tanto, que más de medio siglo después y dada la vigencia de esa ilegalización, y por mucho que insistamos quienes nos oponemos a ella –sobre todo, voces con mayor peso público que la mía–, todavía debemos atenernos a la vieja fórmula de Niels Bohr. Pues este físico danés, premio nobel en 1922, aseguraba que una nueva verdad no se impone porque convenza a sus adversarios, sino porque estos terminan muriéndose y son sustituidos por una nueva generación para la cual esa verdad es perfectamente natural.
Claro que como dijo Humpty Dumpty en la Alicia, de Lewis Carroll: “Una palabra quiere decir lo que yo quiero que diga… ni más ni menos […] Pues la cuestión es saber quién es el que manda… eso es todo”.
Y de momento, los que detentan el poder se resisten a consentir la difusión de algo –en este caso, el LSD– que pueda hacer peligrar la disparidad entre sujeto y objeto, y no renuncian a su obstinación por explotar el mundo exterior en provecho de las ganancias que les reporta, aunque sea a costa de agotarlo y, en consecuencia, hacer que todos los humanos terminemos víctimas de la venganza de una naturaleza –pienso en la hipótesis Gaia– incapaz de resistir más agresiones.