Pascal Quignard, como el vuelo mágico de la lechuza

Pascal Quignard, como el vuelo mágico de la lechuza

Pascal Quignard, como el vuelo mágico de la lechuza

 

Es un lugar común que permite esclarecer un lugar excepcional: en el impaciente, desorientado y ensordecedor tiempo actual, la literatura más convencida de sus virtudes más esquivas, la menos temerosa de enarbolar sus abismos menos obvios, sigue oficiando de refugio y resistencia, y alienta y sostiene una supervivencia viable, que no por cuasi clandestina resigna apetencias vitales y celebratorias.

El escritor francés Pascal Quignard cree en la literatura, en la vigencia de sus poderes, en la eficacia de sus encantamientos, y se arriesga incluso a cortejar el sentimentalismo si el envión y la dirección de una frase o de una historia se lo exigen al oído. “El literato en su extraña ociosidad se absorbe en algo infinito. Se engendra a sí mismo en una extraña libertad. Inventa su nombre progresivamente”, anota en El hombre de las tres letras, su último libro traducido y el que cierra el poderoso y misceláneo ciclo de obras Último Reino.

Siempre entre dos aguas –el ensayo y la narración–, con un dejo entre pedagógico y confesional, Quignard recurre a la resurrección y recomposición de viejos clásicos: Heráclito, Cicerón, Petrarca y una profusa compañía incondicional.

Escribe con lo que lee –pero no sólo– y su afición por conectar dos almas que acampan en puntos distantes en el tiempo ocasiona peculiares observaciones acerca de la lectura y la escritura, pero también sobre pájaros de China, flores, velos y sueños, qué es un niño y qué es una sombra, el psicoanálisis y los tapices, fábulas y el plagio más alevoso de la historia, una tipografía sediciosa y un instrumento musical desconocido.

El estilo de Quignard no parece posible de otra manera que escrito a mano. Interrogado sobre el asunto, replicó: “Sí. A mano y en la cama. Y sobre todo mientras leo. Al final de la noche y al principio del día. Después se acaba. Es una forma de vida que no conoce la menor tregua”.

Igual que otras obras, El hombre de las tres letras no disimula la predilección por el gesto intempestivo, la escena violenta, definitiva, a la vez que por la fragilidad, lo taciturno y lo tembloroso. Dado al contrapunto, el autor de El odio a la música y El sexo y el espanto habla en tono terminante de cosas precarias.

En el camino, propone magias y conjuros con y contra el cuerpo y negociaciones hedonistas con la pasión y la posesión. Lo tientan las definiciones y lo que suena bien: “La lectura es un robo sin ruido. Como el vuelo mágico de las lechuzas”. Los aciertos proliferan y convencen de que lo íntimo siempre es contemporáneo. La literatura es bellamente idealizada y el lector, por propia cuenta y riesgo, corre peligro de enmudecer.

Cuando narra, la suya es una escritura material, tangible, que hace ver. Un paisaje de capítulos breves y oraciones cortas y claras. Frases en cascada pautan un ritmo seductor, del primerísimo primer plano a la panorámica histórica. Estuvo tan cerca de la música como instrumentista –de joven estudió piano, órgano, violoncello, violín y viola– que parece haber transferido a la escritura su digitación, hasta tocar sin instrumento, por así decir. (Pero nada de esto podría apreciarse sin las impecables traducciones de Silvio Mattoni, y Quignard ha sido editado sostenidamente en castellano desde hace una década y media por Cuenco de Plata).

Vive a unos cien kilómetros de París, lejos de las casas capitalinas que lo publican y en las que décadas atrás trabajó como juez de obras ajenas. Desde una casa de campo en Sens, al borde del río Yonne, afluente del Sena, consiguió que cruzaran el Atlántico estos murmullos más nocturnos que diurnos.

–¿Escribir es responder a qué, a quién?

–A nada. La literatura no responde. Hablar es dirigirse a alguien. Escribir es sustraerse al diálogo. Los libros abandonan la boca y el oído y ganan el silencio. La literatura no construye ni un Yo ni un Tú.

–Después de tantos años de dedicarse a la escritura, ¿se siente más cerca de su misterio?

–En absoluto. El bosque es cada vez más rico en aventuras. El océano se hace cada vez más grande. La noche, cada vez más oscura. El origen, cada vez más enigmático.

–En sus libros habla de la lectura y la escritura, y en el mismo gesto parece negarse a revelar todos sus enigmas, como si fueran temas demasiado nucleares y seductores para dejarlos de lado pero al mismo tiempo demasiado fuertes como para abordarlos en exceso.

–Su pregunta es muy bella, pero me deja incompetente. Me deja tímido. La filosofía, la religión, la ciencia, buscan responder a las preguntas que formulan. La literatura no plantea más preguntas que las que responde. Salta y se sumerge en el enigma.

–¿Es posible “evolucionar” como lector?

–Sí, y mucho. Es una ninfosis sin fin. Al menos si sigues practicando continuamente. Empiezás murmurando. Acabás con un órgano de tres teclados. Leer es un ejercicio espiritual.

–¿Toma notas al leer y las usa en sus escritos?

–Sí, siempre he tomado notas en un pedazo de papel mientras leía, para anotar las cosas que me encantaban. He guardado todas esas notas, clasificadas por nombre de autor. Durante más de cincuenta y seis años han ocupado un largo estante en mi biblioteca.

–¿El tiempo modificó su método de trabajo?

–Mi método de trabajo no ha cambiado con los años. Hay que decir que es eminentemente antiguo. Los romanos lo llamaban excerptio. Virgilio lo hizo así. Plutarco lo hizo así. Tito Livio lo hizo así.

–Los fragmentos parecen ir armando un libro fructíferamente vulnerable... Las series de Último Reino y Pequeños tratados llevan esta impronta a un nivel alto y total. Se podría decir que, incluso con precedentes y predecesores, usted ha inventado una forma propia.

–Tal vez. Dudo que el funcionamiento de la mente sea continuo. El lenguaje ama el discurso. Pero la mente funciona por medio de destellos. De insights. De cortocircuitos. De sueños. Al menos mi mente funciona así, y odio las frases complejas, los conectores, las falsas costuras, los compromisos dialécticos, los remiendos.

–¿Cómo decide la secuencia de un libro? ¿Hasta qué punto lo libra al azar?

–Por desgracia, una novela no es un sueño. No se puede recurrir ni al inconsciente ni al azar, porque uno está constantemente retomando lo que escribe. Uno lo reelabora constantemente, vuelve a corregirlo y metamorfosearlo. Hago lo que hacen los músicos barrocos en sus suites. Me recuesto sobre el contraste. Busco la mayor distancia posible entre las secuencias.

–En cuanto al uso del fragmento, ¿qué le debe a las anotaciones sueltas del monje Kenko y a los diarios de las cortesanas japonesas?

–Todo. En primer lugar, le debo todo a Heráclito por el mundo griego, a Chuang Tsu por el mundo chino, a Marco Aurelio por la Antigua Roma... Y toda la literatura japonesa me fascina, incluido el teatro, la música y la danza. Mi ceremonia jubilar (cincuenta años de publicaciones, setenta de edad) tuvo lugar en 2018 en Japón, en Nagasaki, por invitación de mis traductores japoneses.

–¿Alguna vez se ha sentido esclavizado, por así decirlo, por su estilo?

–Es una pregunta magnífica, ¿pero quién, a partir de sí mismo, puede pretender emanciparse de sí? ¿Se puede abandonar la pulsión que te mueve? ¿El pulso de tu sangre? ¿El ritmo de tu respiración? ¿Por qué darle la espalda al impulso que te lleva? Como he dicho: saltamos al mar. Nos zambullimos en el océano. ¿Por qué abandonar esa pasión?

–En su obra se da una alternancia o una fusión entre ensayo y ficción, como la que se produce entre una voz y el silencio. Siempre parece tener algo más para decir sobre estos.

–El modo en que la música construye sus silencios. El modo en que el libro abandona la voz. El modo en que la memoria abandona la vida. Son movimientos pendulares y probablemente inexorables. Un libro es una playa. Donde las mareas avanzan y luego retroceden. De repente se sumergen, de repente se desnudan. Flujo y reflujo.

–En cierta manera, ¿es un libro también un cuerpo? Un cuerpo que intenta dibujar lo que es la danza, la música, la pintura.

–Es una pregunta mágica, pero no sabría responderla. El ímpetu en un libro, ciertamente, no es como el cuerpo en el amor. Pero no soy lo suficientemente consciente de lo que hago como para saber dónde entonces está mi cuerpo. No busco estar. Escribo para perderme. Es cierto que cuando salgo al escenario a oscuras con los pájaros, también me pierdo.

–En sus páginas, el pasado no está muerto. Este parece ser su divisa y su praxis. La resurrección de cuerpos, nombres, citas, historias.

–Exactamente. ¿Pero el pasado está realmente acabado? Cuando decimos que el sueño no conoce el tiempo, queremos decir que ignora la sucesión y el orden. Sólo el lenguaje es narrativo. Sólo la narración requiere un principio y va hacia un final. Tal vez todo esté –como en el fondo del origen cósmico– desorientado, desajustado. El origen no deja de comenzar en su más grande desorden y en su expansión más inverosímil.

 

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